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miércoles, 20 de diciembre de 2017

¿Y por qué le contaría yo a Curro Castillo aquella trola sobre mis abuelas?

   


   Me preguntó a quemarropa el gran Curro Castillo en Onda Madrid, cuando había ido yo allí como el Otro a-hablar-de-mi-libro, que cómo eran mis abuelas y… de mi mente en blanco salí como pude, con la mandanga aquella de que mis abuelas eran… ¡fabulosas contadoras de historias! Pobres y queridas abuelas mías, disculpadme, allá donde moréis, mi pobre trola. Fue lo que se me ocurrió (puestos ya, para más epatar al personal, podría haber dicho que fueron soberbias hetairas, o arpías espías del Imperio Austro-Húngaro), que sé yo, hubiera necesitado tiempo para pensar. ¡Como si necesitarais vosotras, a fuer de humildes, muy grandes Señoras, adornar con tópico embuste de novela caribeña vuestra nobilísima figura! ¿Cómo pueden personas de modestísimos orígenes campesinos, sin estudios, obligadas a la brega diaria desde niñas hasta el fin de sus días, nada menos que ser “fabulosas contadoras de historias"? Pueden darse casos, por supuesto, en esas tradiciones orales, de personas memoriosas y con gracia natural para contar las cuatro cosas que siempre se repiten, de la misma forma que los milagros se dan, mas son habas contadas.  

     Claro que recuerdo, por supuesto, vuestro castellano antiguo y áspero, rico y a la vez cortante, esos vocablos hirsutos como el paisaje vuestro –y de mi infancia- que al niño de barrio atontolinaban… tragaldabas, entelerío, mondongo, alforjas, aviarse, torniscón, abutagado, pescuezo, escingarrarse, molondrón… Mis dos abuelas lo que sobre todo fueron es un par de trabajadoras infatigables, laboriosas y duras como mulas de carga, hacendosas y limpias como hormiguitas indesmayables: en el arduo trabajo agrícola de la era, cuando más jóvenes, en la crianza y cuidado de la prole, luego, en las innumerables tareas de la casa de la mañana a la noche, siempre. Hmmm, mis abuelas, viudas las dos, con aquellas escobas de ramas, con el bote agujereado regando los suelos de barro, encalando las paredes cuando podían, avivando con el fuelle la lumbre para el puchero de garbanzos, cortando rebanadas de la hogaza, reinas indiscutidas de su casa. Cuando enfermaban, se recluían en su alcoba, sobre su camastro, y, hale hop, un par de horas después como nuevas resurgían. Y su sumo arte de  plenas artistas, esto sí que sí es verdad, Curro Castillo, para cada mañana, tras el aseo, horquillas en boca, con las manos sobre la cabeza frente a un espejo diminuto, componerse, compacto como una granada bien labrada, artístico como joya de orfebre, la plata del pequeño MOÑO desde el que gobernaban el mundo entero. Mis abuelas, venerables, sí.  

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